Kim Gordon - The Collective

Si su directo en el Primavera Sound me fascinó, más lo hace el hecho de que a sus 70 años, Kim Gordon nos deleite con su segundo álbum, "The Collective", via Matador Records, donde 'Bye Bye' concentra los golpes de la dama por excelencia a través de esos microsonidos sintetizados, los cuales se unen a esa corriente de fuzz, noise y stoner rock, este último con algo de post-, lo que contradice al urbanismo de pre de 'The Candy House', donde la voz gana a la rotura de los elementos, forma de impresionismo filtrado en sus orígenes que sigue la línea de su antecesora, aunque metiéndose en los ritmos que mueven el mundo comercial, demostrando una implicación de quien hace las cosas por sentimiento, un 'I Don't Miss My Mind' en toda regla, que se ve acompañado de distorsiones cortantes en sangre y sonido, dejando el flower power como un regadío de plantas a las que ya no hay que alimentar, y sí al mensaje, andando en ello con el rap americano de fondo.

'I'm A Man' se mete en la sala de máquinas de sus pensamientos, triturando con ellos a propios y extraños, de ahí ese color morado que luce su carátula, haciéndonos ver que lo importante es el momento, por ello mejor alzar el puño en alto que el móvil, más efectivo si cabe cuando la carga cordal es una bomba de relojería y el peso social de sus palabras está desbocado, otro de esos 'Trophies' de oscuridad revelada a base de encontronazos sobrecargados que le envalentonan aún más, provocando un cruce de su Drs. Jekyll y Mrs. Hyde, cómo si no viveran juntos aquí y en 'It's Dark Inside', suicidio sonoro que es una dulzura experimental llevada a la extremo redendor de sus consecuencias, cayendo como puñaladas extrovertidas de un estado de emoción contraproductivo, en una carrera de fondo caída como anestesia total de su persona para alcanzar el nirvana de 'Psychedelic Orgasm', donde la mirada electrónica está puesta en el Londres de Burial, al tiempo que el palacio de sensaciones está envuelto en llamas esperando que Animal Collective construya su propio 'Tree House', un espejismo que llama a la industrialidad para prepararse frente a 'Shelf Warmer', boxeo musical en el que las bajas frecuencias sólo suponen meras cosquillas, siendo el sacrilegio las campanas y el champán que le rodean, edulcorando la fruta de la pasión de 'The Believers' esa denominación de origen de su cabaret sonoro, capaz de embaucarse en ríos de lava psicóticos que rezan por los caídos en acto de servicio, ondenado la bandera de 'Dream Dollar' a media asta al enjuiciarse en una frecuencia astral que rezuma egg-punk electrificado en ardor de destrucción masiva, lo que supone un meneo hipoalergéncio de reverberación cortante por el efecto estroboscópico de las luces que lo acompañan, todo un final cinéfilo que debe permanecer en la retina de cualquier generación.